Por: José David Hernández
Artículos/ José David Hernández (Notas)
La bruma espesa se cierne sobre la pequeña colina. En dicha colina
se encuentra un caserón. Un caserón que otrora albergó sonrisas, amores y
poéticos versos, pero que hoy en día se torna triste y abandonado.
Allí me encuentro, observando aquello, y me dejo llevar por la curiosidad. Subo
la ligera cuesta, atraído por un nosequé misterioso y llego al
portal de la vieja casa.
Está carcomido por el tiempo y
enmohecido por el inclemente clima. A lo lejos, a mi derecha, los árboles lucen
sin vida; a mi izquierda, en el horizonte, la tormenta se avecina. Giro la
pequeña manilla que abre esa vieja puerta y en ese preciso instante, una brisa
helada me da la bienvenida. Sorprendido, pero a la vez hechizado, decido
desafiar a mis temores y entro.
El interior luce tenebroso: las
alfombras de color carmesí y las paredes de caoba, al igual que el mobiliario (el
cual está terriblemente empolvado por años de abandono), dan esa sensación
extraña de antigüedad y misterio. Sigo caminando por el largo corredor, y a mi
izquierda me topo con una escalera que lleva a la segunda planta de la
edificación.
Mientras dejo mis huellas sobre aquellos
viejos escalones, escucho susurros venidos de un lugar desconocido. Mis
sentidos se alteran, mientras un escalofrío recorre mi espalda. Continúo
ascendiendo, giro esta vez a la derecha, doy algunos pasos en el descanso y
asciendo de nuevo por otra escalera, para finalmente llegar al segundo piso.
Un largo corredor es la columna
vertebral de esa parte de la casa. A la izquierda, grandes ventanales con vista
al exterior, se encuentran empañados por la humedad y el frío. A la derecha,
las paredes color caoba contrastan con las puertas amarillentas (otrora
vestidas del blanco más puro) que dan acceso a unas habitaciones que no han
sido abiertas durante mucho tiempo.
El olor a desidia impregna el aire.
Al final de aquel lúgubre corredor, un gigantesco vitral con imágenes paganas y
símbolos incomprensibles cautiva mi mirada, me hipnotiza, y sin darme cuenta,
ya estoy justo en frente de él.
Casi como un acto reflejo, decido poner
mi mano sobre aquella extraña obra de arte e inmediatamente un shock eléctrico invade
mi cuerpo. Asimismo, observo grandes hilos de sangre cruzando aquella
imagen.
Mi corazón se acelera, mi respiración es
un torbellino y el temor se convierte en mi ley. Retrocedo lentamente y
mis ojos presencian una sombra que emerge del vitral. Aquella sombra, de ojos
vacíos y amenazante semblante, me señala con su mano izquierda, mientras que
con la derecha empuña un extraño báculo.
Decido huir, y mientras atravieso el
corredor, observo que en los ventanales se dibujan caras desfiguradas por el
dolor y el sufrimiento, mientras que escucho los llantos y lamentos de unas
almas que aún no encuentran su destino final. El olor desagradable a
desidia es reemplazado por el aún más desagradable y nauseabundo olor de la
muerte.
Bajo corriendo las escaleras, atravieso
el salón caoba y carmesí, cruzo el viejo portal y corro cuesta abajo sobre la
colina. Mis fuerzas se agotan (aquella sombra absorbió gran parte de ellas),
mis piernas fallan y caigo de rodillas sobre el verde y húmedo pasto. Aún con
una pizca de conciencia, escucho los distantes lamentos provenientes de aquel
sitio, hasta que finalmente, víctima del agotamiento, desfallezco.
Abro mis ojos, todo fue un sueño. La noche
está serena, afuera el viento susurra suavemente entre los árboles. Yo
lanzo un suspiro de tranquilidad, y me incorporo en mi cama. Reflexiono sobre
todo aquello y me siento alegre de que haya sido sólo un sueño.
Sin embargo, lanzo un vistazo hacia la
derecha y en un rincón de mi habitación, observo la escena más aterradora: una
tenebrosa sombra, de ojos vacíos, me señala con su mano izquierda.
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