miércoles, 17 de abril de 2013

Crónica: La casa sobre la colina


Por: José David Hernández 
Artículos/ José David Hernández (Notas)


La bruma espesa se cierne sobre la pequeña colina. En dicha colina se encuentra un caserón. Un caserón que otrora albergó sonrisas, amores y poéticos versos, pero que hoy en día se torna triste y abandonado.


Allí me encuentro, observando aquello, y me dejo llevar por la curiosidad. Subo la ligera cuesta, atraído por un nosequé misterioso y llego al portal de la vieja casa.

Está carcomido por el tiempo y enmohecido por el inclemente clima. A lo lejos, a mi derecha, los árboles lucen sin vida; a mi izquierda, en el horizonte, la tormenta se avecina. Giro la pequeña manilla que abre esa vieja puerta y en ese preciso instante, una brisa helada me da la bienvenida. Sorprendido, pero a la vez hechizado, decido desafiar a mis temores y entro.

El interior luce tenebroso: las alfombras de color carmesí y las paredes de caoba, al igual que el mobiliario (el cual está terriblemente empolvado por años de abandono), dan esa sensación extraña de antigüedad y misterio. Sigo caminando por el largo corredor, y a mi izquierda me topo con una escalera que lleva a la segunda planta de la edificación.

Mientras dejo mis huellas sobre aquellos viejos escalones, escucho susurros venidos de un lugar desconocido. Mis sentidos se alteran, mientras un escalofrío recorre mi espalda. Continúo ascendiendo, giro esta vez a la derecha, doy algunos pasos en el descanso y asciendo de nuevo por otra escalera, para finalmente llegar al segundo piso.


Un largo corredor es la columna vertebral de esa parte de la casa. A la izquierda, grandes ventanales con vista al exterior, se encuentran empañados por la humedad y el frío. A la derecha, las paredes color caoba contrastan con las puertas amarillentas (otrora vestidas del blanco más puro) que dan acceso a unas habitaciones que no han sido abiertas durante mucho tiempo. 

El olor a desidia impregna el aire. Al final de aquel lúgubre corredor, un gigantesco vitral con imágenes paganas y símbolos incomprensibles cautiva mi mirada, me hipnotiza, y sin darme cuenta, ya estoy justo en frente de él.

Casi como un acto reflejo, decido poner mi mano sobre aquella extraña obra de arte e inmediatamente un shock eléctrico invade mi cuerpo. Asimismo, observo grandes hilos de sangre cruzando aquella imagen.

Mi corazón se acelera, mi respiración es un torbellino y el temor se convierte en mi ley. Retrocedo lentamente y mis ojos presencian una sombra que emerge del vitral. Aquella sombra, de ojos vacíos y amenazante semblante, me señala con su mano izquierda, mientras que con la derecha empuña un extraño báculo. 

Decido huir, y mientras atravieso el corredor, observo que en los ventanales se dibujan caras desfiguradas por el dolor y el sufrimiento, mientras que escucho los llantos y lamentos de unas almas que aún no encuentran su destino final. El olor desagradable a desidia es reemplazado por el aún más desagradable y nauseabundo olor de la muerte.

Bajo corriendo las escaleras, atravieso el salón caoba y carmesí, cruzo el viejo portal y corro cuesta abajo sobre la colina. Mis fuerzas se agotan (aquella sombra absorbió gran parte de ellas), mis piernas fallan y caigo de rodillas sobre el verde y húmedo pasto. Aún con una pizca de conciencia, escucho los distantes lamentos provenientes de aquel sitio, hasta que finalmente, víctima del agotamiento, desfallezco.

Abro mis ojos, todo fue un sueñoLa noche está serena, afuera el viento susurra suavemente entre los árboles. Yo lanzo un suspiro de tranquilidad, y me incorporo en mi cama. Reflexiono sobre todo aquello y me siento alegre de que haya sido sólo un sueño. 

Sin embargo, lanzo un vistazo hacia la derecha y en un rincón de mi habitación, observo la escena más aterradora: una tenebrosa sombra, de ojos vacíos, me señala con su mano izquierda.

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