Por: José David Hernández
Son casi las tres de la tarde. Desde
hace más de siete horas que no ingiero alimento alguno. Quizás el apetito voraz
de mi estómago ha comenzado a devorar las pocas neuronas que me funcionan -o
creo que funcionan-, cual zombi de película de bajo presupuesto.
Mientras tanto, mis oídos, y mi alma,
alter ego, chispa divina, o como se llame "eso" sin lo cual solo soy
un montón de pellejo, tripas y hueso; vibran extácticamente con la voz y la
increíble guitarra de Eric Clapton,
quien ejecuta la versión más magistral de "Why
Does Love Got To Be So Sad".
No puedo dejar de reproducir esa canción
una y otra vez; quizás mi cerebro, medio devorado, la ha tomado como la morfina
que calma su agonía, y se ha vuelto adicto a ella; quizás transmite una
"vibra" que sirve de puente para conectar el estado de ánimo del tío
Eric para aquel entonces, con mi estado de ánimo actual; quizás la tomo como la
única compañía confortable con la cual cuento en este momento; quizás,
simplemente, mi locura se está
acentuando.
Locura. Si lo pensamos bien, la locura nos rodea; nos envuelve con su capa
invisible y se apodera de nosotros. Comúnmente, nuestra vida se basa en aprender de memoria cosas que no deseamos -y
que en muchos casos, resultan inútiles-, para luego matarnos los unos a los
otros -en ocasiones, de forma literal- por obtener un empleo, en el cual
gastamos todos nuestros buenos años y nuestras energías, y que de paso, tenemos
que agradecer porque nos permite obtener unos cuantos papelitos y pedacitos de
metal con rostros humanos estampados en ellos, que usamos para cambiar por
objetos que, en teoría, deberían satisfacer nuestras necesidades, sean estas
reales o ficticias.
Posteriormente, envejecemos, y como ya
no somos capaces de hacer lo que hacíamos antes, somos desechados, como se desecha un condón usado. ¿No es esto locura?
Por otro lado, otras personas viven de manera más "alternativa". A los quince
años, huyen del "yugo paternal", viajan a tierras muy lejanas con
María, se ahogan en litros de alcohol, y se entregan a los placeres de Venus.
Con suerte, a los veinticinco o treinta, algunos de ellos estarán pudriéndose
en la miseria, y mientras otros lo hacen en cajitas de madera que se encuentran
bajo tierra húmeda y frondosos árboles. ¿No
es esto locura?
Sin embargo, parece que ambos grupos
tenemos algo en común: tratamos de
obtener satisfacción. La
satisfacción máxima es la felicidad; ésta constituye piramidión de nuestra
existencia, la utopía tras la cual corremos y que raras veces parecemos
alcanzar. Un beso, una sonrisa, un sabor, un olor, un pensamiento, una nota
musical; pequeños detalles pueden hacer que, en ciertos momentos, conozcamos la
felicidad. ¿No es esto locura?
Han pasado varios días desde que comencé
a escribir esta nota, pero nuevamente me encuentro con la única compañía de una
buena canción -"Agua", de
Jarabe de Palo-, y quizás de algunos espectros invisibles, pero no por ello
innombrables. Han pasado varias horas desde que las luces de la ciudad
comenzaron a entablar su lucha cotidiana contra la noche, pero ello me tiene
sin cuidado; como sin cuidado me tuvo la coherencia de estas líneas. Solo
buscaba dejarlo ir, solo buscaba sinceridad. ¿No es esto locura?
Comparte!
No hay comentarios:
Publicar un comentario