Periodismo/La Capital.com.ar
Periodista colomabiano Alberto Salcedo Ramos |
Alberto
Salcedo Ramos, maestro de la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano y uno
de los autores más influyentes en el género de la crónica, cuenta sus
comienzos y su visión del oficio
Una
mañana de diciembre de 2011, en la Feria Internacional del Libro de
Guadalajara, Alberto Salcedo Ramos leyó sus Consejos para un joven que quiere ser cronista.
La conferencia que lo tenía como panelista era una de las actividades centrales
del Encuentro Internacional de Periodistas, y la sala estaba a reventar de
estudiantes de comunicación. Delante de ellos, aquel colombiano alto, de
lentes, cuya seriedad al hablar del oficio no contenía un gramo de afectación,
leyó: "Si no eres porfiado, olvídalo. Te dirán que no hay espacio, ni
dinero, ni lectores.
En vez de perder tiempo quejándote, pon el trasero en la silla como proponía Balzac. Y cuando empieces a trabajar escucha el consejo de Katherine Anne Porter: no te enredes en asuntos ajenos a tu vocación. A un narrador lo único que debe importarle es contar la historia".
En vez de perder tiempo quejándote, pon el trasero en la silla como proponía Balzac. Y cuando empieces a trabajar escucha el consejo de Katherine Anne Porter: no te enredes en asuntos ajenos a tu vocación. A un narrador lo único que debe importarle es contar la historia".
La
apuesta por la franqueza fue en ascenso: Salcedo Ramos, autor de cinco libros
de no ficción (ver recuadro), director de talleres de periodismo narrativo, y
ganador —entre otros— del Premio Internacional de Periodismo Rey de España, del
Premio a la Excelencia de la Sociedad Interamericana de Prensa y del Premio
Nacional de Periodismo Simón Bolívar en cuatro oportunidades, decía que estar
aislado para escribir era duro, que él había llegado a sentirse tan oprimido
por el encierro que en una ocasión consideró como una utopía salir a pagar la
factura del teléfono, que había días en que uno apenas alcanzaba a precisar un
adjetivo, y al día siguiente lo borraba porque ya no le gustaba. Citó a Dorothy
Parker: "Odio escribir, pero amo haber escrito".
Para
los que no lo conocíamos y lo escuchamos aquella mañana, parecía evidente que
el que hablaba era un maestro, en el sentido más antiguo de la palabra: alguien
que había llegado al grado más alto en un oficio artesanal —el de narrar
historias—, y por eso podía dar lecciones sobre ello, sin necesidad de apelar a
virtudes esotéricas ni a la condescendencia, sin imponer distancias insalvables
entre él y aquellos que estuvieran dispuestos a creer en la crónica, a
compartir esa pasión por las historias que le ponen "rostro y alma a las
noticias". Después de leer sus textos y de conocerlo, comprendí que
aquella impresión era atinada. Y no era original. "Sus crónicas",
escribió el periodista estadounidense Jon Lee Anderson, "me hacen pensar
en esas épocas pasadas en que los viejos contaban historias alrededor de las
fogatas, y así, con sus cuentos, le inculcaban sabiduría a sus tribus".
Alberto
Salcedo Ramos nació en 1963 en Barranquilla, la cuarta ciudad de Colombia,
frente al mar Caribe. "La gente allí suele ser muy burlona y
chismosa", me cuenta por correo, "y por eso Gabriel García Márquez
dice que en Barranquilla no hay prestigio que dure tres días". Se crió en
un pueblo llamado San Estanislao, aunque nadie le dice el nombre: "Todos
le llamamos Arenal debido a la cantidad de arena que hay allí. Es un pueblo
atrasado, que apenas tiene dos calles pavimentadas". Allí, en las esquinas
de Arenal, escuchando las conversaciones de los mayores al atardecer, Alberto
Salcedo Ramos se comenzó a forjar como contador de historias.
—¿Cómo
decidiste dedicarte al periodismo? Es decir: ¿de qué manera te diste cuenta que
era esto lo que querías hacer? He leído que tu madre no quería que te dedicaras
al periodismo, que lo consideraba como "un oficio de bohemios
irresponsables".
—Mira,
Arenal es un pueblo de campesinos y ganaderos. Esa es gente que no tiene la
lectura entre sus prioridades. En la casa donde yo me crié había pocos libros
sueltos. Por eso me atrevería a decir que los primeros libros que yo leí no
fueron escritos: los primeros libros que yo leí fueron las historias orales que
contaban los campesinos de ese pueblo. Con el tiempo he descubierto que cuando
yo aguzaba el oído para oír las conversaciones de los mayores en las esquinas,
lo que estaba haciendo era leer. Viendo la situación en perspectiva, descubro
que ya entonces sentía curiosidad por los relatos.
—¿Por
qué elegiste el periodismo? ¿No querías contar historias de ficción?
—A
uno en la infancia le tiene sin cuidado si las historias que quiere contar han
sucedido o no en la vida real. Yo quería contarlas y punto. Me propuse estudiar
literatura porque en la adolescencia suponía que esa era la carrera natural
para quienes queríamos dedicarnos a escribir. Mi madre me dijo que como
escritor enfrentaba el peligro de morirme de hambre y me sugirió estudiar
periodismo. Yo le seguí el consejo. Cuando empecé a ejercer el oficio de
periodista creí que estaría de paso, mientras me convertía en un escritor de
novelas y cuentos, pero muy pronto descubrí que en el periodismo también
existía la posibilidad de contar historias. Entonces ya no sentí que el
periodismo era para mí una estación de paso, sino un sitio en el cual quería
permanecer.
—¿Qué
cosas hiciste como reportero hasta que pudiste comenzar a ganarte la vida como
narrador, escribiendo crónicas?
—Como
reportero atendí fuentes estatales, entrevisté reinas de belleza, cubrí
congresos antidrogas, escribí pies de fotos y noticias breves. Es decir, yo
presté el servicio militar obligatorio de los reporteros en el periodismo del
día a día. En esa rutina aprendí a tomarle el pulso a la realidad. Si no seguí
en la sala de redacción de un diario fue porque tenía un proyecto personal que
consistía en contar historias. Quería cumplir el sueño que había tenido desde
cuando era niño. Ojo: yo no creo que hacer crónicas me convierta en un
profesional de mejor familia, en absoluto. Simplemente hago crónicas porque narrar
es mi gran pasión.
—Tu
obra periodística, además de personajes de la cultura popular colombiana,
abarca grandes historias de personajes desconocidos, de gente común y
corriente. En el periodismo por lo general escasea una mirada que enfoque ese
tipo de historias. ¿Fue una elección deliberada?
—En
principio no fue una elección consciente. Escogía las historias de la cultura
popular porque estaban allí, a la vista. Era apenas natural que me fijara en
ellas porque las tenía frente a mis ojos, ya que crecí en el Caribe colombiano,
donde hay un gran temperamento folclórico y donde se le rinde culto a la
oralidad. Ya después algunos lectores me hicieron ser consciente de esa
preferencia, pero como te digo: al principio era algo espontáneo. Contar la
cultura popular es fijarse en un sector de la sociedad excluido por la gran
prensa.
—Has
escrito que te producen alergia las historias que lo reducen todo al blanco y
al negro. Muchos editores, al menos en Argentina, suelen insistir en que los
lectores necesitan los hechos así, predigeridos. ¿Por qué creés que esta mirada
se ha vuelto hegemónica?
—A
uno le enseñan que los periodistas no somos jueces, pero eso es algo que todo
el mundo olvida en cuanto llega a trabajar en los medios. La gran verdad es que
los medios sí toman partido. Esto no necesariamente es malo. ¿Cómo va a ser uno
imparcial, por ejemplo, en un debate en el que se enfrenten un funcionario
corrupto y un investigador honrado? Uno muestra las dos posiciones, pero debe
ser capaz de ubicarse a favor de lo que le conviene a la sociedad. Ahora bien:
tomar partido no exime al periodista de buscar puntos de vista contrarios al
suyo y a la posición editorial del medio para el cual trabaja.
—¿Qué
cosas te molestan cuando lees la prensa, cosas que crees que empañan el oficio,
o que son imperdonables en el periodismo, aún el que se hace bajo la presión
cotidiana?
—Me
molestan los columnistas monotemáticos que siempre dicen lo mismo y por tanto
son previsibles. También los que hablan todo el tiempo desde una posición de
superioridad moral, como si fueran dioses inmaculados con la autoridad
suficiente para juzgar a todo el mundo. Me ofenden los que utilizan el oficio
para hacer favores personales o para pagarlos. Me ahuyentan los que maltratan
el idioma al escribir, que cada vez son más numerosos.
—Uno
de los capítulos de tu libro La eterna parranda se llama "bufones y
perdedores", y tu obra también está poblada de boxeadores, cuyas historias
contienen, casi siempre, cierta épica de la derrota (en el ring o en la vida). ¿Por
qué te atraen tanto las historias de perdedores? ¿Qué se puede aprender de
ellos?
—Bueno,
tu célebre compatriota Jorge Luis Borges dijo una vez que "la derrota
tiene una dignidad que la victoria no conoce". No calculo escoger a los
perdedores, pero sí creo que con ellos me conecto de manera más fácil. El éxito
impone barreras, aísla a quien lo tiene y le convierte el rostro en una
máscara. La gente que triunfa se vuelve rehén de su propia imagen y ya no
quiere ser vista por ojos fisgones como los de nosotros, los cronistas. García
Márquez bautizó tal síndrome con el nombre de "el círculo de tiza".
Los triunfadores trazan mentalmente ese círculo y establecen que nadie tiene
derecho a entrar ahí. Los perdedores nos abren las puertas y nos dejan ver su
desnudez. Esto es así, por lo menos, en el mundo del boxeo.
—¿Cómo
lográs la confianza con tus personajes? ¿Cómo accedés a ellos para que te
permitan ver aquellas cosas más íntimas, para que te abran las puertas de su
vida?
—Ante
todo, soy claro: les digo qué quiero hacer, cómo lo quiero hacer y cuánto
podría demorarme haciéndolo. Los escucho con curiosidad genuina, y procuro que
me dejen verlos en su cotidianidad. Eso me interesa mucho más que sentarme con
ellos a hacerles preguntas. Mi consejo es seguir yendo tanto tiempo como sea
posible, sin afanes. En los primeros encuentros los personajes suelen ser
formales, porque no han entrado en confianza, pero después se relajan y me
permiten mirar más hacia dentro.
—¿Cuál
es el límite entre lo que se puede contar de un personaje y lo que no?
—Bueno,
yo siempre me pongo en los zapatos del personaje. Hay ciertas cosas de la vida
privada que uno como periodista no debe ventilar en público. Es de mal gusto
invadir esas esferas tan íntimas. Si un personaje es mujeriego y mete chicas en
su casa, es su vida privada. Pero si ese mismo personaje está detenido por
homicidio y mete mujeres en la cárcel, con la complicidad de los guardianes,
eso ya no es vida privada. O, por lo menos, los lectores tienen derecho a saber
que en la cárcel que todos pagamos con nuestros impuestos el asesino no paga
una condena sino que se la pasa de juerga.
—En
algunas de tus crónicas salen a la luz situaciones que vuelven a las historias
que enfocas en tragicomedias: encontrás tragedia en lo supuestamente cómico, y
a la vez surgen momentos de humor en las realidades trágicas. ¿Crees que eso es
un rasgo que contiene la realidad colombiana, o incluso latinoamericana?
—Es
que hablar de lo trágico en términos trágicos y de lo cómico en términos
cómicos, es una redundancia. Me gusta buscar lo ordinario de lo extraordinario
y viceversa. La realidad de América latina está llena de contrastes. ¿Cómo se
explica uno, por ejemplo, que ciertos países naden en petróleo y que, sin
embargo, estén tan empobrecidos? No es gratuito que el único producto narrativo
genuinamente latinoamericano que nos hemos inventado a lo largo de la historia
sean las telenovelas.
—Por
lo que he leído, sos un coleccionista y divulgador de frases clave sobre el
oficio, la escritura, el periodismo. Me gustaría que me cuentes algunas de las
que siempre tenés a mano, las que te parecen fundamentales para tener en cuenta
a la hora de narrar.
—La
frase más bella de todas las que he oído y citado es una de mi abuelo, un
campesino de escasos estudios. Él decía: "quien quiere besar, busca la
boca".
—¿Para
qué debería servir el periodismo? ¿Para qué sirve la literatura?
—El
universo de la literatura nos ayuda a soportar el universo que cada mañana nos
muestra el periodismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario