Por: Elseny Martinez
Literatura/@elsenyelisel
¿Hasta qué punto podemos
creerle a la imaginación y confiar en ella al sumergirnos en un mundo ficticio
donde existe una realidad creada por la mente de un escritor? Cada
vez que escojo una novela lo hago pensando en todas las aventuras que podría
ver en mi imaginación, esperando siempre que sea divertido, interesante,
misterioso o, por lo menos, romántico.
Sin
embargo, ha habido siempre una constante:
“Solo sucede en las novelas”, es decir, la predisposición a pensar que la
literatura es solo fantasía, y fantasía en el sentido de que las situaciones
narradas solo pueden ser producto de la mente imaginativa del escritor.
Había
leído siempre pensando que la literatura era una vía de escape de esta realidad
tan real; de esta vida tangible e incomprensible muchas veces. Y sí, en cierta forma es una salida de
emergencia. Pero cuando terminé de leer Eugenia Grandet, de Honoré de Balzac,
comprendí que la literatura no es más que el reflejo de la vida humana.
Recuerdo
aquel personaje creado por Fernando de Rojas, Celestina, una sexagenaria que en
su juventud ejerció la prostitución como medio laboral. Esta anciana ambiciosa,
astuta y avara, conocía perfectamente la hechicería y la usaba para hacer toda
clase de tretas para cumplir sus objetivos. Uno de ellos fue embelesar a la
joven Melibea quien era el objeto de la pasión de Calisto, usó un cordón
embrujado que al tocarlo la doncella se prendó de Calisto y así logró que estuvieran
juntos y la chica perdió todo rastro de su virginidad.
En
aquel momento, me pregunté: ¿Cómo un
personaje puede ser tan real? A pesar de ser una figura de novela no deja
de tener características humanas. ¿Cuántas
Celestinas vemos cada día en las calles del vecindario? Tal vez no
contengan todos los rasgos reunidos en el personaje de Rojas, pero el ser
humano puede ser ambicioso, astuto o avaro, tramposo para lograr sus fines. ¿Cuántos alguna vez se han aprovechado de
la ingenuidad de otro para embaucarlo? Todos los días sucede.
El
escritor toma de la realidad los rasgos que necesita para crear sus personajes
y los hace tan verosímiles que parecen reales. Incluso, uno duda de que la
historia sea solo fantasía. Me sucedió con Eugenia.
Así como vemos Celestinas en la calle, también
podemos ver algún Carlos Grandet, a una
Señora de Grandet, a una gran Nanon o a los Desgrasint; todos ellos reflejo
de la personalidad humana, e inclusive espejo de una sociedad que obedece a los
intereses de lo que se estipula en una época, lo que debe ser según los cánones
del colectivo en algún tiempo.
Eugenia y la esperanza de la espera
Eugenia
era una chica ingenua, su vida había transcurrido entre las paredes de una
vieja casa, el tejido y las conversiones con su madre y la gran Nanon, la
señora del servicio de la casa. Su padre el señor Felix Grandet, un ex tonelero
y ex alcalde de Saumur -el pueblo donde vivían- que se dedicaba cada día a
acumular y agrandar sus riquezas.
Por azares del destino, un día llegó una
carta de su hermano de París para avisarle de su quiebra y su posterior
suicidio. Junto con la correspondencia llegó su sobrino Carlos, un joven
parisino acostumbrado a los lujos, ignorante de la desgracia que se cernía
sobre él: la miseria.
El
amor de Eugenia surgió a primera vista, a penas lo vio le pareció el joven más
hermoso de cuantos en el mundo había. Durante la estancia de su primo, lo
atendió de la mejor forma; incluso desafiando la voluntad de su padre, un avaro
a quien gastar más de lo estrictamente necesario era producto de un derroche
millonario, por muy poco que esto costara.
El
amor y la compasión que sentía la chica por su primo la llevó al punto de
entregarle su tesoro más preciado: unas monedas de oro que su padre le regalaba
cada año o cuando celebraban alguna fecha de importancia. Antes de su partida
se hicieron promesas de amor eterno, casamiento y posterior final feliz. Pero
Carlos debía marcharse y así lo hizo. Durante siete años Eugenia no supo de su
amor, ni una carta. Nada.
¿Cuántos
podrían esperar un amor por tanto tiempo? En esta época, me tomaran por
pesimista pero dudo que aun existan Eugenias por ahí. Al contrario, creo que
los señores Grandet han proliferado y qué decir de los interesados y chismosos
como los Desgrasing y lo Cruchot.
Durante los años de su estancia por las
indias, Carlos hizo honor al apellido de
su tío: Grandet. Amasó una gran fortuna y se transformó en un ambicioso,
alguien que solo recordaba a aquella chica de Saumur como a una acreedora a quien
le debía un dinero.
Mientras
tanto, Eugenia desafió a su padre arrastrada por un amor que la impulsaba a
retar a la autoridad más fuerte que conocía, ese mismo amor le dio valor para
enfrentar el obstáculo más difícil que jamás en otra situación se habría
atrevido. Por muy imposible y catastrófico que pareciera, para Eugenia batallar
por amor a Carlos era la esperanza que la alentaba a seguir. Por muchos golpes
o decepciones que le ocasionara el disgusto con su padre, su ingenuidad la
hacía imaginar una casa, un matrimonio y una familia con su primo. Por su parte,
estaba el viejo avaro Grandet, el patriarca de esta familia rica viviendo en la
pobreza de una vieja casa deteriorada.
Lo
que más quería sobre todas las cosas era su oro. En pleno lecho de muerte de la
esposa, le preguntaba al médico si el tratamiento iba a costar mucho.
¿Acaso
importa el dinero cuando un ser querido se haya entre la vida y la muerte? No
debería, pero habría que preguntarle a los dueños de las clínicas y consultar
si el bolsillo de los “dolientes” está dispuesto a sufrir tales agravios.
Hace
algún tiempo estaba viendo una serie estadounídense llamada Grey's Anatomy, un
drama médico, en el que se desarrollan las distintas situaciones que se viven en un
centro de salud. En un capítulo se mostraba a una anciana agónica, que en más
de una oportunidad se había visto tan grave que la familia solo esperaba su
muerte. Pero la señora ni se recuperaba ni se terminaba de morir. Hubo un
momento donde una de sus hijas preguntó con ánimo y esperanzas de que fuera
verdad: ¿ya se murió?, que el médico tratante le lanzó una de esas miradas de
asombro y disgusto. El galeno se molestó tanto que se propuso hacer todo lo posible para levantar a la
anciana de aquella camilla, porque la familia solo quería que se repartiera la
herencia de una buena vez y por todas.
Sin
embargo, al despertar de un desmayo la anciana preguntó por qué no la habían dejado morir. Comprendía
lo que su familia quería y en cierto modo ella también estaba harta de su
situación actual. Entendía, como pocos suelen, que la hora de su muerte había
llegado y la aceptaba.
Más
allá de la ambición por la herencia estaba la comprensión de que el tiempo de
la vida alguna vez se acaba y que a pesar de que nos esforcemos por acumular
dinero, al final nada nos llevamos a la cajita de madera.
En
esto se me parece a la señora Grandet en pleno lecho de muerte encomendando a
Dios a su hija que quedaba con su padre en un mundo desconocido más allá de los
límites de Saumur. Conocía los defectos de
su esposo pero lo amó y obedeció hasta
la última hora, y por amor a su hija soportó las arbitrariedades del viejo
avariento.
Continúa...
Ø Honoré
de Balzac. Eugeni Grandet. Selección de clásicos, editorial EDIMAT LIBROS.
Madrid, España
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